Revista Latinoamericana de Difusión Científica  
Volumen 5  Número 8  
Depósito Legal ZU2019000058 - ISSN 2711-0494  
Revista Latinoamericana de Difusión Científica  
Volumen 5 - Número 8  
Enero Junio 2023  
Maracaibo  Venezuela  
Revista Latinoamericana de Difusión Científica  
Volumen 5 Número 8 Enero/Junio 2023- ISSN 2711-0494  
Jesús Morales // Víctima, victimario y el tercero espectador… 191-217  
Víctima, victimario y el tercero espectador: la tríada que conforma el  
espiral de la violencia escolar  
DOI: https://doi.org/10.38186/difcie.58.10  
Jesús Morales*  
RESUMEN  
Comprender la violencia desde sus actores constituye un requerimiento fundamental, a  
partir del cual focalizar los esfuerzos asociados con la intervención preventiva y la predicción  
de conductas destructivas en el escenario escolar. En tal sentido, esta investigación  
responde a dos procesos interrelacionados, que se complementan en la tarea de  
caracterizar las actuaciones, conductas y actitudes que la víctima, el victimario y el tercero  
espectador (observador) adoptan en lo que se ha denominado el espiral de la violencia;  
lograr tal cometido implicó la revisión documental sobre el perfil de cada sujeto, el cual fue  
sustanciado con las aportaciones derivadas de una experiencia etnográfica con estudiantes  
de educación media general, pertenecientes a instituciones públicas ubicadas al occidente  
de Venezuela. Ambos procesos permitieron construir la identificación del perfil de cada  
componente de la triada de la violencia, mediante el análisis de las prácticas culturales,  
sociales e ideológicas nocivas que legitimadas, han configurado lo que actualmente se  
denomina la cultura de la violencia, factor de riesgo que además de vulnerar el  
desenvolvimiento positivo del clima escolar, atenta contra el bienestar psicosocial, el  
reconocimiento de la otredad y el respeto por la integridad humana. En conclusión, definir  
patrones de comportamiento en cada sujeto incurso en acoso escolar permite profundizar  
en los estilos de crianza, prácticas socioculturales y condiciones psicológicas que refuerzan  
el ejercicio del maltrato, su recepción pasiva y la indiferencia frente a las necesidades de  
auxilio y protección de quien padece sufrimiento.  
PALABRAS CLAVE: Patrones violentos, institución educativa, cultura de la violencia, acoso  
escolar, perfil maltratador.  
*
Politólogo y Docente de Psicología General y Orientación Educativa. Investigador  
Recibido: 12/09/2022  
Aceptado: 08/11/2022  
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Victim, perpetrator and the third spectator: the triad that forms the  
spiral of school violence  
ABSTRACT  
Understanding violence from its actors constitutes a fundamental requirement, from which  
to focus efforts associated with preventive intervention and the prediction of destructive  
behaviors in the school scene. In this sense, this research responds to two interrelated  
processes, which complement each other in the task of characterizing the actions, behaviors  
and attitudes that the victim, the perpetrator and the third party spectator (observer) adopt in  
what has been called the spiral of violence; Achieving such a task involved the documentary  
review of the profile of each subject, which was substantiated with the contributions derived  
from an ethnographic experience with students of general secondary education, belonging  
to public institutions located in western Venezuela. Both processes allowed to build the  
identification of the profile of each component of the triad of violence, through the analysis  
of harmful cultural, social and ideological practices that, legitimized, have configured what is  
currently called the culture of violence, risk factor that, in addition to violating the positive  
development of the school climate, threatens psychosocial well-being, the recognition of  
Otherness and respect for human integrity. In conclusion, defining behavior patterns in each  
subject involved in bullying allows us to delve into parenting styles, sociocultural practices  
and psychological conditions that reinforce the exercise of abuse, its passive reception and  
indifference to the needs of help and protection of those who undergo this suffering.  
KEY WORDS: Violent patterns, educational institution, culture of violence, bullying, abuser  
profile.  
Introducción  
La violencia escolar, por sus repercusiones en el desenvolvimiento funcional de los  
miembros del acto educativo y la destrucción de las condiciones armónicas de convivencia,  
se ha convertido en el azote de las relaciones interpersonales por su carácter perverso;  
posiciones históricas indican que la brecha de desigualdad socioeconómica constituye uno  
de los condicionantes que reduce las posibilidades de comprender el mundo del otro desde  
el reconocimiento, la aceptación y la empatía que, como elementos de una relación pacífica  
aportan a la convicción del respeto a la diversidad.  
Al respecto, Sarramona (2007) propone que el accionar deficitario de la institución  
educativa en lo que refiere a la resolución de la conflictividad interna, ha ocasionado la  
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reproducción de confrontaciones propias del contexto social en el que este factor de  
socialización se encuentra inserto, configurando la sintomatología propia de las  
desigualdades, la discriminación y la exclusión, como factores de riesgo que junto al castigo  
y al uso de arbitrariedades, han convertido a la escuela en una territorio permeado por la  
anarquía, en el que el juego represivo y la ausencia de acuerdos se convierten en  
graficadoras del caos.  
Lo anterior, obliga la referencia a la comprensión de las relaciones de poder que se  
dan al interior de los grupos, las cuales procuran entre otros cometidos, imponer los  
designios del más fuerte y, de quien contando con la capacidad para manipular la voluntad  
del vulnerable a través del sometimiento y la amenaza, consigue reproducir aquello de lo  
que ha sido objeto y en lo que subyace el ejercicio pleno del patriarcado; frente a estos  
condicionantes del comportamiento de los más débiles, el reforzamiento de la sumisión  
amplía las posibilidades para que la víctima y, en ocasiones el observador cedan su voluntad  
a las arbitrariedades del victimario, las cuales constituyen una combinación de amenazas  
con terror sistemático que al prolongarse conduce a la denominada indefensión  
condicionada (Galbraith, 2013; Morales, 2018; Sanmartín, 2012).  
Desde la perspectiva de Chul Han (2017), la convivencia a nivel mundial atraviesa tal  
vez una de las crisis nunca antes vista, pues la emergencia y proliferación de situaciones  
conflictivas, entre las que se precisa el acoso y la violencia como fenómenos que, además  
de vulnerar la dignidad humana, constituyen una amenaza destructiva de lo “distinto, de lo  
singular, lo que ha traído como consecuencia el desarrollo de personalidades hostiles, que  
pretenden ir contra todo lo que no tiene un punto semejante de referencia” (p. 18). Esta  
cruenta realidad ha traído como consecuencia convulsiones sistémicas y la tendencia a  
engendrar delincuentes y sujetos con escasa capacidad para adaptarse a las normas de  
comportamiento social, en quienes prevalece el individualismo más que el proceder cívico  
y solidario, lo que ha traído como consecuencia la transformación de espacios comunes y  
seguros, en territorios en los que prima la hostilidad y la persecución del más vulnerable.  
Para Geulen (2007), la violencia como tendencia global ha tomado fuerza con la  
ayuda de las tecnologías de la información y comunicación, ocasionando un profundo caos  
motivado por el “fortalecimiento y la imposición violenta de voluntades particulares, que con  
estas redes no se debilitan, sino que más bien se hacen universales” (p.11). Al respecto  
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Wierviorka (2009), indica que la violencia y, en específico la violencia escolar, además de  
fenómeno multifactorial sustentado en la fuerza difusiva de las redes sociales, también  
contiene componentes históricos y culturales que refuerzan el accionar hostil de unos sobre  
otros, sin remordimiento alguno; de allí que se entienda a la violencia como “la suma de  
factores y de actos individuales, eventualmente o no aislados que expresan el vacío social,  
político e institucional, cuyo contexto la vuelve posible e incluso, a los ojos de su  
protagonista, legitimada” (Wierviorka, 2009: 88).  
Posiciones recientes plantean que, la pérdida de pertinencia de la institución  
educativa, ha ocasionado el despliegue de modalidades de violencia, como contrarespuesta  
a los prejuicios y la discriminación, pero además, ante el etiquetamiento recurrente y el uso  
de arbitrariedades de sus autoridades; frente a este panorama, emerge la movilización de  
confrontaciones graves, revueltas y maltratos silenciosos que entrañan como objetivo exigir  
el trato igualitario, respetuoso y digno. Esto como resultado de las tensiones sociales y  
culturales dadas en todos los contextos, tiende a reducir la tolerancia y la generación de un  
clima de anárquico, manifestaciones a las que se entienden como estrategia perpetrada por  
aquellos que sintiéndose excluidos, procuran que se les visibilice y reconozca en un acto de  
justicia e igualdad de condiciones (Morales, 2020a; Olweus, 2020; Sen 2007).  
Para Torres (2013), la violencia que se da en el contexto educativo responde a la  
integración de una serie de disfuncionalidades provenientes de la familia y la sociedad en  
general, que son reproducidas en modelos agresivos que, por lo general, giran en torno a  
dos figuras centrales, quienes dominan y los subordinados, considerándose los últimos  
como víctimas y observadores, quienes directa o indirectamente se convierten en  
depositarios de violencia en sus diversas manifestaciones (Redorta, 2005). En tal sentido,  
familiarizarnos con el proceder de cada sujeto que integra la triada de la violencia escolar,  
demanda la comprensión de las relaciones de dominación y la organización jerárquica que  
se da en la escuela como territorio en disputa (Baños, 2005), en el que se reproducen formas  
de organización social que demandan reconocimiento y aceptación.  
Lo dicho obliga la referencia al choque de identidades que se dan en el contexto  
educativo, en el que los modos de vida, los estilos de crianza y los procesos de  
relacionamiento generan un choque que configuran las condiciones para que emerjan una  
serie fuerzas que pretenden convivir, sin dejar de su pertenencia a determinado grupo social  
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con unos valores y principios que los particularizan. En estas circunstancias propone  
Maalouf (1999), que también se dan diferentes conflictos así como la reproducción de  
enfrentamientos feroces entre quienes pretenden imponer sus prácticas de vida en las que  
subyace “una determinada jerarquía, que no es inmutable, sino que procura cambiar y  
adherir al otro modificando profundamente su comportamientos” (p. 9).  
Por consiguiente, comprender cómo se configura el espiral de la violencia a través  
de la interacción de sus actores, obliga la revisión de conceptos como la competitividad, la  
cooperación y las luchas por el control de espacios, comportamientos que pretenden  
dominar el entorno reduciendo la resistencia mediante el uso de la coacción, el miedo y la  
fuerza que, además de otorgar prestigio constituyen razones a través de las cuales el  
victimario garantiza la devoción e impulsa “la fascinación que paraliza las facultades críticas  
y la racionalidad, factores que redimensionan la capacidad de poder o de influencia”  
(
Redorta, 2005: 27).  
En consecuencia, la comprensión del círculo del acoso como le denomina Olweus  
2020), permite que tanto docentes como directivos precisen “de formar natural el lugar clave  
(
que ocupan la víctima, el victimario y el tercero observador dentro de la clase o la escuela,  
así como la posición del resto de los estudiantes, sus actitudes y reacciones” (p. 9).  
Actuaciones que por sus implicaciones socio-psicológicas ponen en marcha una serie de  
aspectos emergentes como lo son: el contagio social de la sensación de miedo y terror, el  
debilitamiento y la incapacidad del sistema para ejercer control, así como la atribución de  
responsabilidad.  
Frente a este escenario, el compromiso de la institución educativa debe girar en torno  
a la consolidación de relaciones interpersonales que fundadas en habilidades sociales  
reduzcan la alteración del clima escolar como consecuencia de comportamientos cuyo  
potencial destructivo afecta en mayor o menor medida a quienes integran el contexto  
educativo. En razón de lo hasta ahora expuesto, esta investigación reporta una  
caracterización del perfil de la víctima, el victimario y el tercero observador, con el propósito  
de identificar conductas y comportamientos a partir de los cuales predecir tanto episodios  
de maltrato como el nivel de participación de quienes integran el denominado espiral de la  
violencia escolar.  
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1. El perfil de la víctima de violencia escolar  
Describir el perfil de la víctima de violencia escolar, ha sido el foco de los esfuerzos  
investigativos en torno a la comprensión de este fenómeno socioeducativo tanto silencioso  
como destructivo. Al respecto, la psicología de la delincuencia ha propuesto que las víctimas  
de acoso, por lo general, provienen de hogares inconsistentes y desajustados  
funcionalmente, en los que el común denominador involucra la conflictividad y la  
confrontación permanente, factores de riesgo a los que se les adjudica la disminución del  
umbral de la resistencia (López, 2008) que le dejan su voluntad a merced de influencias  
hostiles, nocivas y crónicas que atentan contra el equilibrio psicosocial.  
Para Abramovay (2005), la víctima en su incapacidad para establecer límites, adopta  
una posición pasiva que le deja como receptáculo de actos crueles de diversa índole. Su  
carácter sumiso y la necesidad de coexistencia interna le convierten en depositario de faltas  
de respeto y atropellos simbólicos sin contrarespuesta, condición que es aprovechada por  
el victimario como una oportunidad para imponer sus designios. Esto implícitamente  
“incorpora modalidades de maltrato y el uso de la fuerza o de la intimidación, como factores  
que garantizan la prolongación de su dependencia” (p. 57).  
Esta sumisión como factor de riesgo, procura el debilitamiento de la autoestima y el  
autoconcepto de la víctima, quien por su exposición en otros contextos al proceder pasivo,  
ha adoptado la aceptación de los daños morales, psicológicos y físicos, entre otras razones,  
por la incapacidad para racionalizar su carácter nocivo, que entraña entre otros aspectos,  
el ceder su voluntad y la autonomía a su verdugo, quien aprovechándose de su ascendencia  
va progresivamente volviendo a su víctima incapaz de dibujar su porvenir, de establecer  
metas y frenar la subordinación que le hace proclive a la perpetuidad de la dominación que  
le inferioriza hasta invisibilizarle. Por lo general, las víctimas de acoso escolar provienen de  
hogares en los que prima el estilo de crianza autoritario, que le condiciona para ceder su  
voluntad, aceptar los abusos, el rechazo y la represión como conductas que por estar  
normalizadas en su contexto social y familiar, no pueden ser racionalizadas en torno a sus  
potenciales daños.  
Para Sanmartín (2012), la aceptación pasiva de maltratos de cualquier índole se debe  
entre otras razones, a la sensación inducida de miedo y terror, cuyas repercusiones  
psicológicas en la víctima ocasionan estímulos recurrentes que unidos a patrones de  
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pensamiento de dominación y sumisión, conducen a la percepción que “no hay nada que  
hacer y, que por consiguiente, es mejor resignarse que oponerse, pues soportando la  
situación cabe la esperanza de sobrevivir” (p. 148). Esta actitud frente al victimario conlleva  
a lo que el autor denomina indefensión forzada que despoja a la víctima de la capacidad  
crítica y del accionar oportuno para escapar del círculo nocivo en el que se encuentra  
inmerso.  
Esta exposición permanente a episodios de violencia debe entenderse como el  
resultado de la aceptación prolongada de maltratos cíclicos, que por ir en escalada y con  
especial énfasis en la destrucción de la autoestima, sumen a la víctima en una indefensión  
condicionada que le impide racionalizar, reforzando la victimización que le predispone para  
convertirse no solo en receptor de violencia en sus diversas manifestaciones, sino para  
adecuarse al maltrato a lo largo del ciclo vital a través del denominado síndrome de  
acomodación; este sentimiento de impotencia, como se le denomina a las secuelas de la  
indefensión condicionada, además de reducir la capacidad de acción provoca retraimiento,  
desconfianza en el poder protector y resolutorio de la institución educativa, razón por la que  
no se atreve a denunciar pese a la gravedad de los daños recibidos y de los potenciales; de  
allí, la afirmación de Sanmartín (2012), que indica que “ante el sentimiento de impotencia o  
de indefensión condicionada, la víctima suele acomodarse a la victimización que sufre y  
trata de justificar su conducta sobre la base de que sus intentos de salir o escapar de la  
situación por la que atraviesa puede acarrearle peores efectos” (p. 149).  
Esta actitud sustentada en la desesperanza amplía las posibilidades para que no solo  
sujetos dentro del contexto educativo perpetren acciones hostiles contra la víctima, sino que  
la aceptación sumisa que gobierna su voluntad, lo proyecta como el chivo expiatorio (Girard,  
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983), cuya debilidad, fragilidad e indefensión le hacen merecedor de tratos despiadados,  
torturas y toda clase de crueldad, por miedo a las represalias, las cuales como factores de  
riesgo acentúan la brutalizacion y las fuerzas destructivas del victimario; a lo cual es posible  
que la víctima responda pasivamente aceptando “daños, insultos y el ser lastimado hasta  
hundirse en la reducción de su autonomía, a la que se debe una baja percepción de sí  
mismo, así como el sentido del yo y de la identidad” (Fromm, 1992: 11).  
Por su parte Redorta (2005) afirma que la víctima de acoso escolar adopta el lugar  
del sujeto pasivo debido al exacerbado complejo de inferioridad, que le conducen a la  
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sumisión y a la incapacidad de asumir retos asociados con su protección; esto le permite  
reducir “la ansiedad, cediendo a la valoración que le puedan atribuir los demás, quienes  
además de condicionar su estima, le desarrollan un profundo sentido de incapacidad que le  
lleva a sentirse amenazado, aislado, débil, sin posibilidades para defender su espacio vital”  
(p. 21). Esto según Olweus (2020) se debe a rasgos personales de la víctima, que  
normalmente son interpretados por el victimario como características que le amplían el  
alcance destructivo, entre las que se precisan “son sujetos prudentes, sensibles, callados,  
apartados, tímidos, inquietos, inseguros, tristes y tienen baja autoestima, depresivos y se  
embarcan en ideas suicidas, se relacionan mejor con los adultos que con sus compañeros”  
(p. 7).  
Sin embargo y como lo afirma el autor, la dilatada exposición a maltratos además de  
motivar la indefensión condicionada, también sume a la víctima en una actitud entreguista,  
que procura el accionar de terceros en lo que respecta a “la defensa constante y la pérdida  
de criterio que lo deja a merced de la voluntad de los demás, en un intento por resguardarse  
de todo lo que signifique peligro” (Redorta, 2005: 21). Para la psicología de la delincuencia,  
esta aparente posición pasiva debe entenderse como un factor de riesgo, responsable de  
impulsar la emergencia de actitudes tanto de ataque como de defensa respecto a su  
verdugo (López, 2008).  
La posición de Hirigoyen (1999), demuestra que la víctima de acoso escolar una vez  
inmersa en el espiral de maltrato, tiende a adoptar una actitud que “supone negar la  
dimensión de influencia, o el dominio, que la paraliza y que le impide defenderse, lo cual  
implica aceptar la violencia, sus efectos y el potencial destructivo, así como las  
repercusiones psicológicas que ejercen sobre su humanidad” (p. 15). Como lo reitera  
Hirigoyen (1999), estos rasgos de la personalidad receptiva al maltrato esconden una  
“entrañable tolerancia que acompañada de lealtad a los patrones familiares violentos,  
permiten por ejemplo, la aceptación y reproducción de lo que uno de los padres ha vivido, o  
en aceptar un papel de persona reparadora del narcisismo del otro” (p. 16).  
Por lo general, la víctima de acoso escolar desarrolla tendencia depresiva como  
resultado de la presión destructiva a la que ha sido sometida, la cual, a su vez se entiende  
como el factor de riesgo que le conduce a desarrollar una tendencia autoagresiva, a la que  
se le asume como contrarespuesta o, como reacción ante las vejaciones a las que ha estado  
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expuesto y, que han exacerbado un proceder semejante pero con variaciones que, por lo  
general, va hacia los extremos. Esto como resultado de la vivencia de situaciones  
negativas, se considera determinante de la denominada victimización, a la que se entiende  
como el sometimiento repetido, cuya intencionalidad es capaz de generar malestar, infligir  
dolor y excluir hasta lograr la anulación de toda posibilidad de defenderse.  
Para Puglisi (2012), la víctima puede caracterizarse mediante la identificación de  
ciertas actitudes y comportamientos, entre los que se precisan “baja popularidad entre sus  
compañeros, condición que produce rechazo suficiente como para no ser capaz de recibir  
ayuda de su iguales” (p. 8). A esto se agrega su proclividad a rendir poco académicamente,  
entre otras razones, por su exposición a situaciones de estrés, frustración, acoso y  
depresión. Usualmente, las víctimas son poco comunicativas y con estima baja, así como  
con dificultades para relacionarse; esto se debe a estilos de crianza sobreprotectores que  
le impidieron fortalecer sus habilidades para enfrentarse al mundo funcionalmente. La  
autora continua afirmando que “la falta de asertividad y seguridad en sí misma ayudan a su  
hostigamiento; su disposición a inhibir sus sentimientos y emociones, imposibilitan el trabajo  
de su autoestima, su integración grupal y el manejo de las relaciones” (Puglisi, 2012: 9).  
Al respecto Olweus (2020) propone algunas características actitudinales de la víctima  
que dan cuenta de su comportamiento frente al victimario, entre las que se precisan: la  
desaparición del autoconcepto y la reducción de la autoestima, como aspectos psicológicos  
que dificultad la reafirmación y el reconocimiento propio y, como consecuencia, la pérdida  
de la percepción de que se es importante para terceros, que es amado y valioso;  
condiciones que son aprovechadas por el victimario para motivar las autolesiones y el  
autocastigo en la víctima, como rituales que le hacen ver insuficiente e incapaz de actuar  
por sí mismo.  
Este círculo violento en el que se encuentra inmersa la víctima, le hace propensa a  
la incapacidad para romper con el espiral nocivo que le envuelve impidiéndole liberarse,  
conduciéndolo al aislamiento que al reducir el contacto con terceros refuerza la baja en el  
rendimiento académico, en los modos de relacionamiento y le introduce en un proceso de  
autodestrucción; que además de confusión e incertidumbre desencadena una serie de  
emociones en las que prevalece el miedo, la ansiedad y el pánico que le introduce en un  
estado de incapacidad para proceder confiadamente frente a los desafíos cotidianos.  
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2. Caracterización del victimario en la relación violenta  
Caracterizar al sujeto activo de la relación violenta constituye para los procesos de  
intervención educativa, una condición fundamental que favorece no solo el abordaje de  
comportamientos, actitudes y conductas peligrosas, sino la precisión de rasgos a partir de  
los cuales predecir posibles actuaciones que desencadenen daños graves contra el  
bienestar psicosocial y emocional de quienes integran el contexto escolar. En principio, es  
posible afirmar, que el proceder violento no es más que una respuesta a la negación del  
otro como parte de la humanidad (Wierviorka (2009), cuyas implicaciones van más allá de  
razones ideológicas y culturales, trascendiendo al desprecio como expresión de odio que,  
además de atentar contra la integridad moral, pretende reducir a través del acoso  
sistemático y del uso desmedido de la fuerza física, desplegar “brutalidades que, aunque  
insignificantes, van en franco ascenso hasta lograr cometidos extremos como la muerte”  
(Wierviorka, 2009: 87).  
Según Geulen (2007), la configuración de la conducta violenta en el victimario refiere  
a una creación cultural, pero además, al resultado de la inserción en contextos  
históricamente belicoso, de confrontación permanente y cuyos enfrentamientos se asumen  
y legitiman en la práctica social, ocasionando un proceder exagerado, así como “una postura  
extrema, unilateral y extrema frente a la realidad; imágenes propias magnificadas y  
despreciativas, del otro, que conduce a la exclusión violenta, hasta la locura de la  
aniquilación, el sometimiento radical y la difamación exagerada” (p. 7).  
Este proceder del victimario se entiende como un modo de reafirmación de los valores  
culturales que, desde su propia perspectiva y legitimados por la práctica recurrente, le  
garantizan la pervivencia que se sustenta sobre la supremacía; de allí, que el uso de la  
marginación y la degradación del otro, del diferente, se asuma como una actitud que busca  
recrudecer las jerarquías entre grupos, en las que a su vez, subyacen relaciones de orden  
mediadas por el binomio superior-inferior, el cual, pretende la imposición, la intimidación y  
el miedo que, como parte del modus operandi garanticen la posición de superioridad del  
victimario. Implícitamente, esto refiere a su escaso compromiso ético (Redorta, 2005) y al  
escaso juicio moral que le conduce a la afrenta, al desafío permanente, a la agresión y al  
uso de la coerción parte del patrón típico conflictivo aprendido en el contexto social y familiar.  
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Según propone Sanmartín (2012), el victimario en su afán de garantizar el control  
sobre su víctima, se vale de una serie de recursos que le permiten prolongar con éxito la  
dominación; la cual se trata de la “secuenciación del poder-amenaza-miedo-sometimiento,  
esto con el propósito de suprimir cualquier posibilidad de sublevación que atente contra su  
posición” (p. 152). En tal sentido, garantizar la ampliación del miedo posibilita entre otras  
reacciones el recrudecimiento de la asimetría de poder, como condición necesaria para  
lograr la victimización crónica y la indefensión condicionada, como estados emocionales  
que conducen a la desestabilización generalizada.  
Lo anterior junto a la pérdida de las expectativas constituyen condiciones para  
renunciar a la defensa de su integridad y ceder su voluntad al control de un tercero cuyo  
accionar destructivo comienza con juegos aparentemente inofensivos, pero que  
implícitamente contienen mediciones de poder, que procuran maximizar el miedo, reducir la  
libertad y la convicción en la protección contra la manipulación; de allí, que el victimario se  
valga de la persuasión enfocada en garantizar la dependencia emocional y reducir el  
sentimiento de autonomía como condiciones adversas a sus cometidos.  
Esto refiere a la indisoluble relación entre la ideología y la actuación violenta, en la  
cual, se precisan vínculos de poder, prejuicios y prácticas de hostilidad, que no son más que  
el resultado de la reproducción de órdenes sociales permeados por el persiste deseo de  
“protección frente al otro, al que se asume como amenaza y, sobre el cual, se despliegan  
una serie de actuaciones que procuran implícita o explícitamente reducir la competencia, la  
adversidad y el riesgo mediante la limpieza, la arremetida constante y la erradicación de la  
competencia” (Geulen, 2007: 167).  
Desde la perspectiva de Wierviorka (2009), el victimario se vale de la discriminación  
de la que ha sido objeto y, la cual reproduce tanto en el contexto social como educativo,  
mediante el aislamiento y la diferenciación de la víctima, a quien se le somete a una soledad  
aterrorizante que no solo reduce su capacidad de acción sino que amplía las posibilidades  
para que su verdugo para perpetrar sin riesgo alguno, actuaciones crueles, denigrantes y  
demostraciones de poderío que garanticen la dependencia y el silencio de la víctima.  
Para Galbraith (2013), el victimario cuenta con una serie de cualidades tanto físicas  
como psicológicas que facilitan el ejercicio del poder y, por ende, del control y la sumisión  
de la víctima, entre las que se precisa: inteligencia y sagacidad, facilidad de palabra, aspecto  
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físico intimidante y sobresaliente, fuerza dada por su condición corpulenta y musculosa,  
capacidad para persuadir, aspecto de autoridad y seguridad, como rasgos de la  
personalidad que a partir de los cuales induce la sumisión condicionada. En concreto, parte  
de las actuaciones derivadas de estos rasgos personales le permiten lograr con gran  
facilidad el aislamiento y la separación de la víctima, la manipulación emocional y de los  
estados de ánimo, con el firme propósito de garantizar la permanencia en la condición de  
superioridad que le permite “el resguardo de sus intereses, valores y percepciones, a las  
que se deben entender como elementos que coadyuvan con la obtención de la sumisión, a  
través de la que se pretende ampliar su poderío” (Galbraith, 2013: 23).  
Al respecto Torres (2013), caracteriza el proceder del victimario indicando que, por lo  
general, es frecuente el acoso sistemático, el cual involucra maltrato físico, verbal y  
psicológico, como comportamientos que mediados por las relaciones de poder, reproducen  
las desigualdades sociales” (p. 92). Esto como resultado de la influencia del ambiente,  
condiciona al victimario a imitar lo observado y, en consecuencia reproducirlo en el contexto  
educativo, replicando patrones provenientes de la familia y del entorno inmediato de  
socialización en el que hace vida; en la cual ha primado “una organización jerárquica  
vertical, en el que la participación es inexistente al igual que el diálogo abierto y la  
comunicación asertiva” (Arellano, 2007: 28).  
En tal sentido, puede afirmarse que el sujeto proveniente de contextos permeados  
por enfrentamientos y la exposición prolongada a circunstancias belicosas, dan como  
resultado la configuración de un perfil psicológico violento cuya tendencia y predisposición  
a relacionarse positivamente es muy baja, motivado entre otras razones al endurecimiento  
aportado por la realidad conflictiva en la que ha nacido, crecido y desarrollado. Algunos  
rasgos característicos del sujeto violento, según Rodríguez (2016) son: ímpetu o  
brusquedad, inestabilidad emocional y afectiva, escaso sentido de la corresponsabilidad,  
facilidad para caer en provocaciones, amenazas y golpes, recurrencia en conflictos e  
incapacidad de adaptarse a normas básicas de convivencia.  
Al respecto Redorta (2005) indica que la actuación violenta del victimario,  
frecuentemente, se debe a su interacción con situaciones conflictivas en las que la  
búsqueda recurrente del poder por parte de terceros que integran el contexto familiar y  
social, sometieron su voluntad a humillaciones permanentes que condicionaron su  
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comportamiento negativamente ocasionando que su proceder esté mediado por “el desafío  
a la autoridad, la afrenta constante, el uso de amenazas, el terror como medio para generar  
caos e incertidumbre, así como la fuerza, la coerción y la agresividad” (p. 9). Lo descrito  
indica, que el victimario en su incapacidad para gestionar los conflictos y las emociones,  
tiende a reproducir el sufrimiento del que ha sido objeto, manifestando patrones asociados  
con el uso del poder social que procura limitar la reacción de terceros que integran su  
espacio de convivencia.  
Por su parte Arellano (2007), plantea que las dificultades para mediar, concretar  
acuerdos y resolver las diferencias, responden a rasgos actitudinales del victimario, los  
cuales a su vez, remiten a la incapacidad para aprender a convivir en el marco de la cultura  
de paz, integrando a sus relaciones interpersonales la gestión de los conflictos, las  
diferencias y las discrepancias como requerimientos para vivir juntos, en correspondencia  
con los principios garantes del ejercicio pleno de la ciudadanía; y sí, en cambio, proclive a  
perpetrar el uso del miedo como medio para manipular consciente o inconscientemente a la  
víctima hasta lograr en esta la denominada indefensión aprendida que conduzca a la  
resignación.  
A este uso del miedo potenciado al que Sanmartín (2012) denomina indefensión  
aprendida, se le debe que el victimario alcance maximizar su control sobre terceros, pues  
con la reducción de la capacidad de la víctima para oponerse, se le amplían las posibilidades  
para intentar acciones hostiles de mayor impacto, que introduzcan a su depositario en un  
estado de caos, ansiedad e incertidumbre, que le veda cualquier intento de reaccionar  
“perdiendo la esperanza de lograr metas y alcanzar objetivos” (p. 148). Según propone  
Pizarro (2006), esta incapacidad para reflexionar críticamente sobre el carácter nocivo de la  
violencia de la que se es objeto, no es más que el resultado de enfrentamientos violentos  
sistemáticos que no solo reafirman el poder del victimario, sino el mantenimiento de la  
dominación sobre quienes son considerados frágiles, inútiles e indecisos.  
Una revisión de las teorías criminológicas propuestas por Vázquez (2003), permite  
precisar algunas características del sujeto violento, entre las que se mencionan: una  
creciente insensibilidad moral, la tendencia a la incorregibilidad así como al acatamiento de  
normas asociadas con el funcionamiento institucional, precocidad antisocial y un sentido  
deficitario del altruismo y la empatía. En apoyo a lo plantado, las teorías de la socialización  
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deficiente, proponen que estos rasgos obedecen a puntos de partida para predecir  
comportamientos delictivos, producto del “defectuoso aprendizaje en la infancia, o por  
imitar, asociarse e integrarse en diversos grupos o subculturas delincuentes” (p. 9).  
Para Redorta (2005), los rasgos de personalidad característicos del victimario giran  
en torno a “la motivación hacia el poder, la búsqueda de influencia, el uso de la persuasión  
y el manejo del control sobre los demás para conseguir reconocimiento” (p. 22). Esta actitud  
dominante asociada con la reproducción de patrones sociales patriarcales es capaz de  
combinar estratégicamente el poder de la influencia con la creación de condiciones de  
incertidumbre que reduzcan la capacidad de juicio de las víctimas, así como su racionalidad  
que le imposibilita para romper con la dependencia, la influencia y los efectos nocivos de  
las relaciones sociales mediadas por el poder.  
Desde la perspectiva de Hirigoyen (1999), el victimario por su personalidad narcisista,  
funda el control del otro en la imposición que pretende “retener a la víctima, de quien teme  
y evita su proximidad excesiva e invasiva; esto lo motiva a mantener en una relación de  
dependencia, o incluso de propiedad para demostrarse a sí mismo su omnipotencia” (p. 16).  
Este proceder debe entenderse como una fuerza que impulsa a la víctima a un estado  
profundo de confusión, duda e incertidumbre, en el que la culpabilidad le reduce su  
capacidad de reacción.  
En consecuencia, el sujeto violento reacciona contra sus pares con profundo  
resentimiento e irracionalidad que impide el entendimiento y la práctica de valores  
universales, rasgos que junto a su incapacidad para cuestionar su actuación le conducen a  
acechar y asediar intensamente a terceros, con el propósito de reducir las posibilidades de  
una contrarespuesta que ponga en riesgo su estatus. Según propone López (2008), el sujeto  
violento puede identificarse mediante precisión de los siguientes comportamientos “peleas  
y desafíos permanentes, acciones agresivas, absentismo escolar, huidas de casa o  
mentiras reiteradas, pero además, la tendencia recurrente a infringir las reglas” (p. 21). Este  
proceder además de maximizar el temor en el contexto educativo, configura las condiciones  
que le permitan reducir el riesgo, ocasionando episodios desestabilizadores, mediados por  
“la frecuencia, la intensidad, la cronicidad y la magnitud, como demostraciones de su  
potencial destructivo” (López, 2008: 22).  
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Estos rasgos que definen el perfil del sujeto violento, son los responsables del  
deterioro del clima escolar, pues su incapacidad para ajustarse a las normas de  
comportamiento social y educativo. Al respecto Olweus (2020) propone que el resultado de  
este proceder integra varias conductas hostiles y destructivas, a decir el accionar  
desagradable e hiriente, el hacer daño intencionalmente y de forma repetitiva incluso fuera  
del horario escolar, así como el desequilibrio real o superficial de poder o de fuerza” (p. 25).  
Uno de los aportes significativos que hace Olweus (2020) a la caracterización del  
victimario, refiere al proceder particular de la violencia que se da entre varones y hembras.  
Estas últimas usualmente se valen de modos sutiles de acoso entre las que se mencionan:  
el uso de calumnias, la circulación de rumores asociados con la reputación de sus  
compañeras e incluso el manejo de la manipulación como estrategia para controlar a sus  
pares; mientras que en los varones, el uso de la fuerza física es prominente, el maltrato, los  
puñetazos y la medición de fuerzas.  
Lo anterior es complementado con la siguiente descripción, en la que se agrupan  
otros rasgos psicológicos del victimario, entre las que se mencionan “fuerte necesidad de  
dominar y someter a sus compañeros, salirse con la suya, son impulsivos y de enfado fácil,  
no muestra ninguna solidaridad con sus compañeros victimizados, es desafiante y agresivo  
con los adultos, así como el proceder hostil recurrente” (Olweus, 2020: 8). A esto se une  
la indisciplina y el control de espacios comunes, en torno a los cuales ejerce dominio físico  
y simbólico, como condiciones que configuran el ambiente depresivo, negativo y de  
represión, en el que logra demostrar su potencial destructivo.  
Para Puglisi (2012), el victimario puede reconocerse a través de los siguientes rasgos  
conductuales:  
1
. Su proceder se encuentra determinado por la creencia en que la violencia puede  
mediar cualquier relación; además de intolerante es “racista, xenófobo y sexista,  
debido a su profunda identificación con el modelo social basado en el dominio y  
sumisión” (Puglisi, 2012: 7).  
2
. Su relacionamiento carece de estrategias empáticas y altruistas para resolver  
conflictos cotidianos.  
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. Su proceder es silencioso, cauteloso y destructivo, debido entre otros aspectos al  
escaso “razonamiento moral, cuyo carácter primitivo le conduce a valerse del acoso  
para no sentirse cobarde” (Puglisi, 2012: 8).  
. Usualmente son insatisfechos con las relaciones que establecen tanto con sus pares  
como con los docentes. Su arrogancia e intolerancia condicionan su capacidad para  
integrarse a los grupos.  
Por otra parte, el efecto de la denominada comparación igualitaria como parte de las  
actitudes del sujeto violento, ocasiona que su proceder hostil emerja contra todo lo que goce  
de autenticidad (Chul Han, 2017), condición a la que se le adjudica la percepción negativa  
que asume al otro como una amenaza y, por consiguiente, se le trata coercitivamente para  
reducir su autonomía induciendo a la víctima a experimentar sentimientos negativos como:  
miedo, culpa, depresión e indefensión, a los que se le adjudica la reducción de la autoestima  
y la generación crisis generalizada que le aporta al victimario gratificación.  
Los planteamientos de Galbraith (2013) dejan ver que el ejercicio del poder por parte  
del victimario, además de procurar la sumisión a través de la amenaza sistemática a la  
víctima, también pretende otorgar a quienes asumen el rol de observadores tanto una  
apreciación de las potenciales consecuencias que pudieran sufrir, como la recompensa  
afirmativa que ofrece el ceder su voluntad a cambio de protección; con la que pretende  
reducir la repulsa personal o pública mediante el uso compensatorio del poder que pretende  
persuadir a los depositarios directos e indirectos de la acción violenta de la naturalización  
de su proceder. Como lo afirma el autor, el sujeto violento en uso del poder compensatorio  
no solo pretende el sometimiento de la voluntad sino la sumisión de la conciencia que  
provoca en su destinatario la percepción de que el maltrato es “natural, correcto y justo” (p.  
4
).  
Según Galbraith (2013), el victimario persigue el poder por las aportaciones que hace  
al resguardo de su estatus, pues le garantiza el mantenimiento de “sus intereses personales,  
valores y percepciones sociales, pero además, le trae recompensas emocionales y  
materiales inherentes a su posesión y ejercicio” (p. 25). Esto supone, el uso del poder como  
el instrumento al servicio de la imposición de sus valores, así como de la promoción de su  
visión particular sobre el mundo y los procesos de relacionamiento que se dan en el contexto  
familiar, social y educativo; ello con la finalidad de lograr la sumisión mediante el despliegue  
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de arbitrariedades desmesuradas que procura no solo el control de la voluntad sino el logro  
de la “admiración de terceros por el poder ostentado y, por su potencial destructivo que el  
ser operativizado conduce al condicionamiento y subordinación perpetua de la víctima” (p.  
2
6).  
Lo anterior precisa su explicación en el denominado modelo tradicional masculino,  
que asume la superioridad del hombre sobre terceros, condición que le demanda  
proyectarse fuerte, imponente, seguro de sí mismo, rudo y agresivo, así como competitivo,  
poco expresivo de sentimientos y emociones debido a la asociación de estas con la  
debilidad e inferioridad, a las que se entiende degradantes del prestigio. En tal sentido, es  
posible apreciar en el contexto educativo el uso de maltratos como un modo de demostrar  
masculinidad, la cual se caracteriza por una exagerada intransigencia, arrogancia y  
desvalorización del otro, del diferente, a quien “desvaloriza, humilla, descalifica,  
menosprecia, enfrenta violentamente y vulnera acarreándole riesgos que reafirman su  
masculinidad” (Pizarro, 2006: 31).  
Lo anterior como parte de la denominada masculinidad hegemónica que consigue su  
referente inmediato en el uso del poder como rasgo central, ocasiona que a través de las  
relaciones familiares y de los estilos de crianza, se transmita la práctica recurrente de  
dominación sobre terceros como un proceder legítimo que al ser reproducido de generación  
en generación alcanza su normalización o la denominada justificación sobre la que se  
asienta el control de la voluntad, el trato discriminatorio, excluyente y denigrante sobre sus  
víctimas; según Pizarro (2006), este proceder por lo general trasciende “al acto de someter  
por la fuerza y mediante la manipulación psicológica, con el firme propósito de lograr el  
sometimiento a su voluntad” (p. 34).  
Para el autor, el sujeto violento tiende a solucionar los problemas a través de medios  
destructivos como los golpes, el uso del maltrato y el sometimiento del contrincante, rasgos  
que refieren a modalidades de violencia que le aportan la demarcación de espacios de  
control en los que su poderío alcanza su mayor potencial y, el reforzamiento de su estatus  
y poder; por lo general, el modus operandi descrito se entiende como la representación que  
el sujeto violento tiene de la masculinidad, por lo que, todos los sujetos que no cuenten con  
rasgos semejantes y definidos, son tratados desde lo que le ha transmitido el modelo  
tradicional, que no es más que el despliegue de la actuación violenta “como una forma  
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socialmente aceptada para dominar y manipular a quienes se considera débiles o inferiores”  
(Pizarro, 2006: 35).  
Esto no es más que el resultado del ejercicio de la masculinidad dominante, en la que  
el objetivo fundamental consiste en mantener el reconocimiento al costo que sea, incluso  
valiéndose del acoso público, de humillaciones e insultos colectivos que progresivamente  
van tomando fuerza hasta convertirse en violaciones y abusos destructivos; que procura  
lograr la vulnerabilidad del otro hasta “llevarlo a una situación de fragilidad que tiene como  
objetivo demostrar su poderío y el blindaje de que no se es débil, sino por el contrario fuerte  
por su proceder indolente” (Chiodi, 2019: 30). Para la autora, el sujeto violento se vale del  
miedo, la incertidumbre y las resistencias para sostener las prácticas violentas que agudicen  
el sentimiento de inferioridad y, por consiguiente, se le otorgue mayor preponderancia a su  
estatus de superioridad, sobre el que se sustentan el privilegio de someter, mantener la  
dependencia y reforzar el debilitamiento del otro, reduciendo “su imagen de seguridad,  
fortaleza y autonomía, hasta lograr la dependencia, inseguridad y fragilidad” (Pérez y  
Quesada, 2016: 14).  
La posición de Maalouf (1999), deja ver que el proceder el victimario entraña como  
significado, la negación del otro, pero “al mismo tiempo rechaza la aceptación resignada y  
fatalista, cuando la acción violenta va dirigida hacia él, por considerar que esa posición  
amenaza su integridad” (p. 4). La falta de comprensión empática le imposibilita para respetar  
la diversidad, frente a la cual adopta una actitud reaccionaria asociada con “la  
incomprensión, la desconfianza o la hostilidad (Maalouf, 1999: 5).  
Uno de los aportes más significativos en la caracterización del sujeto agresor, indican  
que este tiende por su necesidad de ejercer dominio sobre terceros a “someter a otros  
compañeros y salirse siempre con la suya, son impulsivos y de enfado fácil, no muestran  
ninguna solidaridad con los compañeros victimizados, a menudo son desafiantes y  
agresivos con los profesores, se involucran en actividades antisociales” (Olweus, 2020: 8).  
Normalmente, se les ha considerado sujetos fuertes, con una autoestima y autoconcepto  
bien definidos, condiciones que le permiten ejercer su poderío y ejecutar acciones hostiles,  
pues estas le aportan prestigio y reconocimiento.  
Si bien es cierto, este comportamiento suele enfocarse en dañar a los pares, es  
importante precisar, que las incivilidades y las manifestaciones indisciplina en el aula  
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constituyen actuaciones que procuran medir fuerzas con las autoridades educativas y, en  
especial con el docente como la figura inmediata a la que se le desafía constantemente con  
el propósito de disminuir su capacidad para manejar el grupo; los estudios sobre la violencia  
que se da de docentes hacia estudiantes, han ocasionado la emergencia de estados de  
anarquía producto del etiquetamiento y las humillaciones públicas, así como de los excesos  
y arbitrariedades que, por revestir castigos impropios conducen a la contrarespuesta que  
termina configurando el escenario escolar en lugar inseguro y hostil.  
Para Bowlby (2014), el proceder del victimario se debe al deficitario vínculo afectivo  
aportado por la familia, que le predispone para establecer relaciones sociales positivas con  
asidero en el respeto y la reciprocidad. Esto precisa su explicación en el comportamiento  
rígido y patriarcal de los padres, en quienes se percibe la reproducción de “comportamientos  
sociales, por ejemplo, la dominación social, la estructuras jerárquicas de poder, dificultades  
para para establecer coaliciones grupales así como procesos de negociación fundados en  
la justicia y el reconocimiento de la humanidad del otro” (p. 14). En consecuencia, el accionar  
violento del victimario puede asociarse con la destrucción de la negatividad que proyecta lo  
distinto del Otro, lo cual, engendra convulsiones en el contexto escolar, propiciando  
resistencias sistémicas que pretenden el sometimiento hostil como mecanismo que amplía  
las posibilidades de invisibilizar a quien no comparte su mirada sobre el mundo.  
3. El tercero espectador (observador). Una caracterización de su actuación en la  
relación violenta  
Generalmente, la referencia a quienes participan de modo indirecto en el maltrato a  
terceros no es considerada, al menos no desde la tipificación explícita de su actuación. Sin  
embargo, su proceder es el responsable de la trascendencia de un simple insulto al uso de  
la fuerza y el sometimiento físico, pues se le adjudica el rol de aupar al victimario con  
manifestaciones verbales desafiantes y retos públicos, que tornan el ambiente en  
condiciones propicias para la manifestación de actos denigrantes, destructivos e indolentes.  
Al respecto Torres (2013), propone que el tercero observador en una riña escolar,  
usualmente no se involucra de manera directa en la ejecución del acto violento, pero si  
asume una posición indolente e indiferente frente al dolor, que refiere a sus “escasos  
sentimientos de simpatía, solidaridad, auxilio y ayuda recíproca” (p. 100). Su escasa  
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capacidad pacificadora, no estima la ubicación en el lugar del maltratado y, por consiguiente,  
adolece de la disposición para dialogar y mediar, en un intento por reducir la escalada y el  
impacto del accionar violento del victimario.  
Este escaso compromiso con el Otro se asocia con patrones de indiferencia  
aprendidos en otros contextos, que le vuelven frío e indolente frente a las necesidades de  
su entorno; su incapacidad para comprender los riesgos alude a su reducida competencia  
socioemocional para identificar lo que vivencian terceros, su malestar y el dolor infligido por  
el victimario. Su posición de observador muchas veces lo paraliza, le llena de terror y sume  
en una crisis que, además de provocarle inestabilidad le imposibilita responsabilizarse y  
acudir al auxilio de sus pares sometidos a vejaciones tanto públicas como privadas.  
Por lo general, este sujeto observador del acto violento evita el etiquetamiento y el  
uso del lenguaje valorativo contra el verdugo y sí, en cambio, es posible que por temor al  
daño, apoye sutilmente desde la complicidad, el control y el silencio de la víctima. Fromm  
(1992) refiriéndose a este sujeto propone que su proceder evitativo obedece entre otros  
aspectos a la necesidad de sobrevivencia, que frente a la amenaza latente y a la posible  
destrucción de su integridad, deja a un lado la disposición para ayudar al otro por encima  
de su interés, anulando cualquier posibilidad de reaccionar en defensa de quien es  
maltratado.  
Al respecto Redorta (2005), propone que el tercero observador o denominado  
espectador de los actos de violencia, psicológicamente se encuentra invadido por el  
sentimiento de inferioridad, al cual debe entenderse como el freno que le condiciona para  
brindar auxilio; de allí, el temor de enfrentar al victimario, pues conociendo las implicaciones  
de la resistencia a la coacción, prefiere inhibirse para evitar arremetidas que lo cambien de  
posición de observador a víctima. De allí, que asuma la complicidad y la posición de  
corresponsabilidad indirecta que aúpa el intercambio perverso capaz de redimensionar el  
accionar del victimario que, además, de maximizar el poder destructivo a nivel moral y  
psicológico amplía la posibilidad para que se prolonguen los ataques la víctima.  
Para Hirigoyen (1999), quien observa y tolera el acto violento que se da entre víctima  
y victimario, procura de indirectamente beneficios inconscientes, cuyo nivel de peligrosidad,  
en ocasiones busca “reforzar la culpabilidad de la víctima, manifestando imposibilidad para  
brindar cualquier tipo de ayuda, así como encontrar los medios para lograr que ésta salga  
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de esa situación embarazosa” (p. 16). Esta negativa a responsabilizarse por el resguardo  
del otro refiere a también a la idealización del victimario, respuesta que se entiende como  
mecanismo de protección que procura garantizar la posibilidad de ser resguardado de  
vergüenzas y humillaciones públicas.  
Por su parte, López (2008) propone que el tercero observador, por lo general, es  
incapaz de racionalizar la gravedad del desajuste psicológico que le propina a nivel personal  
el victimario a la víctima; esto se complementa con serias deficiencias en “el aprendizaje y  
bajo rendimiento escolar, pobre habilidades de relación interpersonal y temor al rechazo por  
parte del grupo de amigos; así como pobres habilidades cognitivas de solución de  
problemas interpersonales” (p. 31). Esta caracterización es sustanciada por Sarramona  
(2007), quien afirma que el observador en una relación violenta tiende a ser un sujeto  
indisciplinado, carente de la disposición para dialogar, sutil en su proceder y cerrado al  
diálogo así como “a la aceptación de compromisos, la oferta de ayuda personales y sí, en  
cambio, con un proceder que se satisface con el daño que se le inflige a un tercero” (p. 96).  
La posición de Olweus (2020), deja por sentado que los terceros parte de una relación  
violenta, normalmente provienen de hogares con escasa participación, en los que el  
autoritarismo y la imposición constituyen factores de riesgo que disminuyen el  
desenvolvimiento autónomo y espontáneo de la personalidad; las características  
actitudinales de estos sujetos giran en torno a su proclividad a la sumisión, son “callados,  
apartados y tímidos, inseguros, carentes de reconocimiento, son más débiles que sus  
compañeros, condición que limita su actuación en defensa del otro, es inseguro” (p. 8). Sin  
embargo, también se aprecian en este sujeto actitudes provocadoras que incitan al  
victimario a dominar y someter a terceros, como acciones que pareciera disfrutar; pero que  
además, se convierte en una estrategia para evitar la coacción y sí, en cambio, impulsar el  
foco de la acción violenta en un tercero, al que pudiera denominarse chivo expiatorio (Girard,  
1
983).  
Usualmente, la adherencia a grupos violentos hace que este sujeto garantice su  
protección y el resguardo de su integridad, pero además, esta pertenencia le permite  
precisar posibles daños, factores de riesgo y comportamientos que pudieran derivar en  
actos destructivos que lo ubiquen como sujeto pasivo o receptor y, fundamentalmente  
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sometido a marginación grupal o depositario de maltrato continuado y de vejaciones de  
diversa índole así como de abusos de poder.  
Para Brandoni (2017), el observador en una relación violenta adopta actitudes  
asociadas con el reforzamiento de las jerarquías y la posición de superioridad del victimario;  
su actitud permisiva es variable, en ocasiones la necesidad de ocupar un lugar dentro de un  
grupo o de hacerse visible, lo lleva a participar de manera indirecta en el acto violento en un  
intento por mostrarse rudo, potencialmente destructivo y arrojado, características que son  
interpretadas por el victimario como que, este sujeto está ganado para perpetrar otros actos  
de mayor impacto al que cotidianamente ejecutan. Parte del modus operandi se debe a un  
modo indirecto de desahogarse emocionalmente, pero también de entretenerse desde la  
posición de actor o espectador; a esto se agrega que su proceder sea una forma de ingresar  
a un grupo, mediante el ejercicio de algún tipo de violencia sobre otro para ganar aceptación  
y sumisión a las reglas del victimario” (p. 49).  
Para Puglisi (2012) el tercero observador aunado a reforzar el tratamiento cruel de la  
víctima y la profundización del sentido de culpabilización, configura las condiciones para  
enaltecer al victimario haciéndole sentir que su proceder heroico es normal, condición que  
reduce la capacidad de juicio moral y el carácter sorprendente que, como parte de la  
sensibilidad cumple la función de frenar la escalada de las arremetidas con la víctima; por  
ende, se le adjudica al tercero observador “la distorsión de la atribución de responsabilidad,  
exagerando la responsabilidad de la víctima, a través de la maximización de la culpabilidad,  
justificando así, aunque sea indirecta e involuntariamente, al agresor” (Puglisi, 2012: 9).  
Conclusiones  
Conocer el modo de proceder del victimario, supone para la institución educativa el  
trabajo de intervención preventiva focalizo en motivar la reinterpretación del conflicto, de los  
intereses y de las repercusiones del accionar violento, el cual, como lo reiteran los  
organismos internacionales en materia de educación para la ciudadanía mundial, atenta  
contra los derechos humanos, la identidad sociocultural y el bienestar integral de quienes  
integran la escuela; aspectos que refieren a la necesidad de garantizar el fortalecimiento de  
la sensación efectiva de seguridad, que privilegie el desarrollo psicosocial y el reforzamiento  
del respeto recíproco. Potenciar estos valores asociados con la convivencia, constituye una  
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invitación a la consideración de las variables contextuales y a los factores intraescolares, a  
partir de los cuales formular acciones de intervención preventiva que ajusten y modifiquen  
potenciales rasgos de conductas violentas, como preludio a actuaciones delictivas y actos  
vandálicos con mayor nivel de alcance destructivo.  
Frente a este escenario, el proceder estratégico debe enfocarse en motivar  
relaciones mutuas de entendimiento, que prometa soluciones definitivas que impulsen el  
cuestionamiento de las prácticas aprendidas en el contexto social y familiar, en el cual se  
encuentran los elementos que configuran la cosmovisión del victimario, la víctima y el  
tercero observador; y, que refieren a la conjugación de patrones de comportamiento, a  
prácticas legitimadas socioculturalmente y al escaso desarrollo del pensamiento crítico para  
discernir las repercusiones del actuar violento sobre terceros. De allí, el compromiso de la  
institución educativa con la comprensión de los mecanismos de control, discriminación,  
agresión y acoso que, al ser perpetrados por el victimario puede convertirse en una  
oportunidad para generar estrategias de afrontamiento efectivas que reduzcan sus  
implicaciones, procuren el resguardo del equilibrio psicosocial de las víctimas y motive el  
compromiso ético con la convivencia educativa.  
Este sentido de corresponsabilidad supone la búsqueda del reconocimiento de la  
Otredad, de su existencias y de las particularidades de cada sujeto y grupo; frente a lo cual,  
se considera necesario motivar el establecimiento de red de relaciones sanas y sólidas, así  
como la interdependencia y la cooperación como valores que vigoricen tanto la vida personal  
como la vida social al interior de la institución educativa. Esto implica motivar el encuentro,  
la reciprocidad y el convencimiento sobre el carácter nocivo de la violencia, como factor de  
riesgo que atenta contra la integridad física, la dignidad del ser humano y el ejercicio pleno  
de la libertad. Cumplir estos requerimientos como parte de los principios que rigen la  
convivencia ciudadana, constituye una invitación a la valoración crítica de los conflictos en  
la que se privilegie el funcionamiento de las relaciones interpersonales en correspondencia  
con el respeto y la justicia social.  
Es preciso indicar, que la tarea de caracterizar el perfil de cada uno de los sujetos  
integran el espiral de la violencia, además de posibilitar la identificación de rasgos de  
conductas delictivas que requieren ser abordadas en la infancia, también favorece que los  
sistemas educativos conozcan las causas, en función de las cuales diseñar estrategias tanto  
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preventivas como terapéuticas, que involucren el respeto a los derechos fundamentales, el  
reguardo del cumplimiento de las normas sociales desde la reciprocidad, involucrando en  
un proceder sinérgico a la familia, la sociedad y la institución educativa en torno a  
dimensiones estratégicas como: la cordialidad, valoración crítica de las reglas,  
establecimiento y respeto por límites y el cultivo de las normas tanto del orden como de la  
disciplina; lo cual refiere a la recuperación del orden, mediante la atribución de  
responsabilidad frente a comportamientos inaceptables así como violaciones a las pautas  
sobre las que se sustenta la convivencia pacífica.  
De este modo, construir un ambiente escolar positivo debe entenderse como el  
resultado de la integración de alternativas organizativas que atiendan la dimensión  
diversidad, en el que la caracterización comportamental de victimario, víctima y tercero  
observador posibilite la acción coordinada que redunde en previsión de la conflictividad y la  
victimización; como dimensiones que deben ser abordadas desde la construcción de  
normas de convivencia en los que se privilegie la cultura de paz, la cooperación y la  
educación intercultural; como acciones que estrechen los lazos de unión, la actitud  
mediadora y la disposición para disipar malentendidos, en un intento por allanar el camino  
para la reconciliación y el encuentro.  
Lo expuesto plantea como desafío, mitigar los efectos de una cultura que  
históricamente ha deshumanizado al individuo hasta lograr convulsiones en los modos de  
relacionamiento, cuyo alcance destructivo ha trascendido a todas las dimensiones de la  
sociedad, en las que, más que nunca se considera imprescindible la recuperación de la  
solidaridad y el civismo como valores que aporten a la reducción de la inseguridad y al  
reconocimiento de las identidades, logrando de este modo la transformación del escenario  
educativo en un espacio para el encuentro, el diálogo con el otro distinto y la construcción  
de una cultura incluyente.  
Dicho de otro modo, abordar los efectos nocivos de la violencia en quienes han sido  
depositarios pasivos de maltrato, plantea el trabajo focalizado sobre el terror transmitido de  
generación en generación en contra de la autenticidad; esto con la finalidad de ampliar las  
pautas de libre expresión y, por consiguiente, romper con conductas preconfiguradas que  
procurando imponerse y lograr aceptación a través de la práctica recurrente, atentan contra  
la dignidad humana. Por tal motivo, se considera imprescindible fomentar el  
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cuestionamiento de los comportamientos y estilos de vida que entrañan la sumisión y la  
represión permanente, como una alternativa que al estar asociada con la racionalidad  
coadyuve a redimensionar la compatibilidad entre sujetos provenientes de diversos  
contextos sociales y culturales.  
Esto constituye una invitación a la revisión de los rasgos que particularizan nuestra  
identidad, a los que deben entenderse como la suma de elementos en los que  
implícitamente se encuentran similitudes, puntos de encuentro e insospechadas  
ramificaciones en los que se descubren matices que deben ser considerados por los  
procesos educativos, como puntos de partida para olvidar las fracturas que han evitado  
históricamente el entendimiento crítico, el diálogo y la reconciliación; requerimientos  
fundamentales para fortalecer la convivencia desde el respeto recíproco y el resguardo  
mutuo que dignifique la existencia.  
En síntesis, afrontar la violencia escolar desde la comprensión del proceder de sus  
actores, requiere del compromiso docente con el trabajo individualizado y grupal, como  
procesos que permitan identificar las necesidades de cada sujeto, su contexto y los factores  
de riesgo a partir de los cuales motivar acciones vinculadas con el desarrollo  
socioemocional, en las que se focalice en la transformación de los estilos de crianza, en el  
sentido de corresponsabilidad y la participación en la consolidación de tareas que permitan  
la adquisición de habilidades para la vida, el entendimiento y la convivencia pacífica; pero  
más aún el fomento del profundo arraigo en valores morales y principios asociados con el  
bien común, la justicia y el respeto a las particularidades socioculturales.  
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